DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Y llegó la Hora. El
Padre irrumpió en el sepulcro y lo resucitó de la muerte. Su amor es más fuerte
que la muerte.
Nos toca renovar nuestra fe, poner de nuevo la mirada en
el acontecimiento que fundamenta la vida de todo cristiano y escuchemos a los
testigos que lo anuncian: “No está aquí. ¡Ha resucitado como lo había dicho!
¡Qué bien lo dice la Iglesia con el salmo pascual: “éste
es el día en que actuó el Señor” Resucitó a Jesús de entre los muertos, lo
sentó a su derecha, le dio el Reino. ¡Dichosa muerte y dichoso pecado… dichosa
noche que vio la gloria del Señor…dichoso sepulcro bautismal en cuyo seno
nacemos al amor más fuerte que la muerte y a la vida eterna!
Todo tiene sentido, como una luz insignificante en la noche
densa del mundo, la Iglesia mantiene la esperanza, reúne a los hijos de Dios
dispersos y despistados, alerta a los dormidos, espolea a los tibios, insiste
en rogarle al Primogénito de muchos hermanos: ¡Danos vida, Viviente!.
“El primer día de la semana, muy de mañana, recién salido
el sol”, María Magdalena va al sepulcro, está rota, le han arrancado lo que más
quería, no tiene ni el consuelo de su cadáver porque no está, busca, pregunta
como en el Cantar de los cantares si han visto al amor de su vida, pero de
repente se siente llamada por su nombre, ¡María!, el corazón se le conmueve y
se le abren los ojos, se siente llamada por su nombre, se siente llamada en lo
más suyo, se siente invadida por una infinita ternura porque mientras otros la
llamaban la pecadora, la manchada o la poseída, Jesús la llama por su nombre y
la que no puede testificar por su vida pasada y por ser mujer, es enviada a
proclamar que Jesús está vivo y es fuente de vida para todos.
La toman por loca pero van al sepulcro y comprueban que
Jesús no está, desconcierto, ¿será verdad? ¿Jesús está vivo?, el fracaso
aparente se comienza a tornar en esperanza, en vida, Jesús les acompaña en el
camino, se aparece a ellos, los hace testigos de su Resurrección. Experimentan
la paz y el perdón. El resucitado de entre los muertos y exaltado a la derecha
del Poder de Dios que es el Crucificado, la víctima inocente, el cordero
degollado, retorna sobre ellos como Paz. No les reprocha nada.
Jesús acompaña a sus seguidores y ellos experimentan que
su mirada va cambiando, ya no se trata de esperar más de lo mismo, sino que
ahora se sienten fortalecidos para implicarse, al igual que Jesús, en las
historias de dolor del mundo. Van experimentando que Jesús era el Cristo, que
era el que tenía que venir y que en él se han cumplido las esperanzas para los
pobres. No ha restaurado el esplendor de Israel, no ha vencido al Imperio, no
ha instaurado ningún reino de este mundo, pero sí que ha sido la visita de Dios
a su pueblo por la que los pobres, los afligidos y excluidos se han sentido
hijos de Dios.
María, la madre de Jesús, que guardaba tantas cosas en su
corazón, que también se sintió desconcertada por su hijo en más de una ocasión,
ahora entiende y canta que Dios dispersa a los soberbios de corazón, que enaltece
a los humildes, que los pobres son sus preferidos, y a los ricos y poderosos
despide vacíos. María canta la Misericordia que levanta y derrumba, para poder caminar hacia la tierra de la
justicia y la fraternidad.
Van experimentando que Jesús el Servidor, el que no vino
a ser servido sino a servir, es el Señor. El Señor les hace ver, con corazón y
ojos nuevos, que los señores de este mundo son los pobres, los afligidos, los
marginados porque son las criaturas preferidas del Padre.
Lo decisivo, junto al acontecimiento que fundamenta
nuestro cristianismo, es la gran novedad de que Jesús vive hoy y permanece con
nosotros para siempre.
Creer
en Cristo resucitado no es sólo creer en algo que sucedió hace ya algún tiempo.
Es saber escuchar hoy desde lo más hondo de nuestro ser estas palabras: “No tengas miedo, soy yo, el que vive”.
Celebrar
la Pascua es entender la vida de manera diferente. Intuir con gozo que el
Resucitado está ahí, en medio de nuestras pobres cosas.
Él está en nuestras lágrimas y penas como consuelo. Él
está en nuestros fracasos e impotencias como fuerza segura que nos defiende.
Está en nuestras caídas acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra
tristeza. Él está en nuestros pecados como misericordia que nos ama con
paciencia infinita, y nos comprende y acoge hasta el fin.
Está incluso en nuestra muerte como vida que triunfa
cuando parece extinguirse. Ningún ser humano está solo. Nadie vive olvidado.
Ninguna queja cae en el vacío. Ningún grito deja de ser escuchado. Él está con
nosotros y en nosotros para siempre.
Por eso, Pascua es la fiesta de los que se sienten solos
y perdidos. La fiesta de los que se sienten muertos por dentro. La fiesta de
los que gimen agobiados por el peso de la vida y el pecado. La fiesta de todos
los que nos sabemos mortales, pero hemos descubierto en Cristo Resucitado la
esperanza de una vida eterna.
Creer en el Resucitado es descubrir que nuestra oración a
Cristo no es un vacío monólogo, sin interlocutor que escuche nuestra
invocación, sino diálogo con Alguien vivo que está junto a nosotros en la misma
raíz de la vida. Creer en él es dejarnos interpelar por su palabra viva
recogida en los evangelios, e ir descubriendo en la práctica que sus palabras
son espíritu y vida para el que sabe alimentarse de ellas.
Creer
en él es vivir la experiencia personal de que Jesús tiene fuerza para cambiar
nuestras vidas, resucitar lo bueno que hay en nosotros e irnos liberando de lo
que mata nuestra libertad.
Creer en el Resucitado es saber descubrirlo vivo en el
último y más pequeño de los hermanos, llamándonos a la compasión y la
solidaridad. Creer en él es creer que es el primogénito de entre los muertos,
en el que se inicia ya nuestra resurrección y en el que se nos abre ya la
posibilidad de vivir eternamente.
Creer en él es
creer que ni el sufrimiento, ni la injusticia, ni la enfermedad, ni las armas,
ni el pecado, ni la muerte tienen la última palabra. Sólo el Resucitado es
Señor de la vida y de la muerte.
Él nos hará
conocer la vida plena que aquí no hemos conocido. Por eso, celebrar la
resurrección de Jesús es abrirnos a la energía vivificadora de Dios. El
verdadero enemigo de la vida no es el sufrimiento, sino la tristeza y la
desesperanza.
No estamos solos. No caminamos perdidos y sin meta. A
pesar de nuestro pecado, los hombres y mujeres somos aceptados por Dios. Él nos
sigue ofreciendo su amistad. La Vida es mucho más que esta vida. No hemos hecho
más que empezar a vivir.
Un día, todo lo que aquí no ha podido ser, lo que ha
quedado a medias, lo que ha sido arruinado por la enfermedad, el fracaso o el
desamor, encontrará en Dios su plenitud. El creyente no muere hacia la
oscuridad, el vacío, la nada. Con fe humilde se entrega al misterio de la
muerte, confiándose al amor insondable de Dios.
“Sabed que yo
estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Esta es la fe que
ha animado siempre a las comunidades cristianas. No estamos solos en medio de
la historia, abandonados a nuestras propias fuerzas y a nuestro pecado. Cristo
está con nosotros. En momentos como los que estamos viviendo es fácil caer en
lamentaciones, desalientos y derrotismo. Se diría que hemos olvidado que él
está con nosotros.
Jesús sentía a Dios como Padre y lo vivía todo impulsado
por su Espíritu. Ese Padre tiene un gran proyecto en su corazón: hacer de la
tierra una casa habitable. Jesús no duda: Dios no descansará hasta ver a todos
sus hijos disfrutando juntos de una fiesta final. Nadie lo podrá impedir, ni la
crueldad de la muerte, ni la injusticia de los hombres y mujeres. ¡Cristo Vive!
Feliz Domingo de Resurrección, Paz y bien hermano/a.
¡Aleluya!